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El vino de San Millán
19 Febrero, 2013

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Emiliano era ya un anciano y la soledad de la cueva comenzaba a pesarle después de tantos años. La combatía entregando sus oraciones a Dios, aunque agradecía la compañía de otros hombres. Por eso, en los últimos tiempos, acostumbraba a meditar con la vista puesta en el camino, esperando, con la ilusión de un niño, a que alguien subiera a visitarle. Aquella mañana, como tantas otras, se sentó a la puerta del pequeño oratorio donde habitaba, con la mirada perdida en algún lugar del valle. El día estaba frío y la humedad le calaba los huesos, a pesar del grueso manto de lana con el que abrigaba su escuálido cuerpo. Con la salida del sol, la espesa niebla que cubría los campos comenzaba a clarear y el viejo Emiliano pudo al fin ver lo que estaba sucediendo allá abajo. Decenas, cientos de personas caminaban entre cánticos y alabanzas en dirección al Monte Dercetio.Hombres y mujeres que acudían desde todos los puntos del valle, incluso los había que venían de lejos, atraídos por los milagros del santo. Un gusanillo le cosquilleó el estómago. La llegada de aquellas gentes le había pillado por sorpresa; nunca antes había acudido hasta allí una multitud así. Era a él a quien querían ver y Emiliano quería agradecérselo como mejor sabía: compartiendo con todos ellos su mayor riqueza, el bien más preciado de aquellas tierras. El delicioso caldo que le entregaban los fieles del lugar, para que le sirviera de alimento en el largo invierno que se avecinaba; aunque de sobra sabían que, a pesar del rigor con el que vivía el anciano, éste acabaría repartiéndolo entre la extensa nómina de pobres y desposeídos que, entre lamentos, demandarían su caridad.

Emiliano lo tenía decidido. Les agasajaría con un buen trago de vino. Pero al ir a buscarlo confirmó sus sospechas. La vasija que lo contenía estaba casi vacía. Quando parum beato uiro esset uini. ¡Apenas quedaba un sextarius! Aún así no desistió en su idea. Confió en la Providencia. No era la primera vez que se encontraba en un apuro como aquél y siempre había obtenido la ayuda de Dios. Así que, cuando comenzaron a llegar los fieles, el viejo Emiliano no dudó en obsequiarles con el preciado caldo. Las gentes murmuraban entre sí ante la impasibilidad del anciano, anticipándose a lo que creían que iba a ocurrir. Pero el santo obró el milagro y ninguno de los que aquel día fueron a visitarle se quedó sin probar el vino.

No es de extrañar que uno de los milagros más célebres atribuido a San Millán tenga como protagonista al vino. El episodio que he recreado en este post fue recogido más de medio siglo después por Braulio, obispo de Ceasaraugusta (Zaragoza) en su Vita Sancti Aemiliani, compuesta a raíz de una serie de testimonios y leyendas locales, a la cual pertenecen las expresiones latinas que cito. Emiliano, a quien hoy conocemos como San Millán de la Cogolla, vivió entre finales del siglo V y los años setenta del siglo VI en nuestra tierra, a la que nosotros llamamos La Rioja. Cuenta Braulio que Emiliano halló su retiro en el Dircetius Mons, es decir, en la zona de San Lorenzo y de San Millán de la Cogolla. Allí, en lo que fue su pequeño oratorio, surgiría la comunidad que tiempo después daría origen a uno de los principales monasterios del Medievo europeo. Justo en el lugar donde, según la tradición y el texto de Braulio, obró sus milagros, y donde comenzó a ser venerado como hombre santo. Y donde, según relata Braulio, consiguió calmar la sed de una numerosa multitud con tan solo medio litro de vino.

Santiago Castellanos (Logroño, 1971), doctor en Historia por la Universidad de Salamanca, es profesor titular de Historia Antigua en la Universidad de León. Ha sido profesor invitado en la Universidad de Oxford y ha dado conferencias en Nueva York, Chicago, Cambridge, Padua, etc. Asimismo, es autor de varios libros y decenas de artículos en revistas académicas nacionales y extranjeras. Es además autor de la novela Martyrium (Ediciones B).
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