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Traducir lo invisible
20 Octubre, 2011

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Como formador homologado del Jerez que soy, acudí al llamado del Consejo Regulador a fin de escoltar al inmarcesible César Saldaña en la Cata Benéfica para la Fundación de la Esclerosis Múltiple 2010 que se celebrara en marzo del pasado año en la ajetreada moqueta del Meliá Castilla madrileño. Cuando César concluyó su magnífico y bien representado guión –una vez más, sin duda, el mejor actor-comunicador del vino de este país– y ya en el turno de preguntas, alguien nos increpó el estúpido lenguaje de los –siempre presuntos– comunicadores del vino.

La persona en cuestión, afecto sin duda a tomarse aquello de “al pan, pan…” con una implacable literalidad, expuso que está harto de escuchar cómo, para hablar de vino, acudimos a las frutas, a las hierbas, y a toda una legión de sustancias con las que ni él ni los suyos jamás se ha relacionado –sólo le faltó declararlas ilegales–, y nos conminó a dejarnos de idioteces y empezar a explicar el vino de forma comprensible, relacionándolo a lo sumo con la uva, o con el mosto (que es su sumo, que dirían en Andalucía), y que ya bastaba de florituras (dijo algo peor, pero escribirlo no sería políticamente correcto), que estábamos despistando al personal.

Mi respuesta –sin ni siquiera entrar a explicar que, de todos los vinos del mundo mundial, los jerezanos y su inmejorable Marco son aquellos que más fácilmente se escapan a su explicación por la vía de la uva; que, dado el grado de transformación que éstas sufren durante su larga, impecable y singularísima crianza, lo más difícil sería que acabasen oliendo a la original materia prima, qué le vamos a hacer– tocó más o menos los siguientes palos: que hay que ir más allá del discurso en exceso populista del llamar a las cosas exclusivamente por su nombre (la poesía es sin duda la más antigua profesión de lo humano); que es necesario entre todos construir un código como por ejemplo el de las señales de tráfico que trate de explicar y poner orden en el aspecto sensorial del vino más allá del sucinto “me gusta, no me gusta”; y que –ya con cierta sorna– yo hacía un par de semanas me encontré en mi visita a Lustau un vino que me olía a chupete de silicona, y sólo de ese modo puedo referirlo, indiferente al hecho de que yo sea padre de dos (no chupetes, sino hijos), y que otro viniera ya en camino.

Conócete a ti mismo
Como periodista vocacional que soy, antes incluso que catador, trato de hacer de la comunicación la guía de mi vida, personal y profesional. Así, a los cursos de cata que he dirigido desde mi tiempo como coordinador de la Guía Peñín y profesor en la Escuela de Cata de tan señalado señor, les he llamado desde el principio no “cursos”, sino “talleres”, y en ellos me he limitado a poco más que abrir vino tras vino y a hacer de cicerone sensorial, tratando de identificar el corto catálogo de valores básicos a perseguir por parte de los asistentes (fruta, madera, acidez, textura, longitud, dulcedumbre…), de modo que se tratara de un ejercicio perfectamente personal por parte de los presentes, no cupiera imposición alguna por mi parte en cuanto al carácter de las notas más fácil y popularmente perceptibles, y en última instancia los catadores por un día aprendieran a reconocer sus propios gustos e inclinaciones.

Es decir, he tratado de animar a la gente a un tipo experiencia plenamente individual que sobretodo les pudiera revelar que no son los “inútiles sensoriales” que siempre dicen ser –llevados más por esa prudencia con la que nos movemos en aquellos ámbitos ajenos a nuestras profesiones o a nuestras aficiones–, además de proveerles de las herramientas necesarias para poder comunicar un determinado vino a parientes y amigos con la máxima exactitud posible, y en última instancia recomendarlo si así lo juzgan (¿véis como todos podemos ser jueces tarde o temprano?), tal y como hacemos habitualmente con las películas y las canciones.

Hablar de vinos
No me gustaría remitirme solamente a las dificultades de mi labor dentro del sector. Tengo que reconocer que hay otra tarea que me es infinitamente más digna de estima, la del sumiller. Sin duda sabemos que hay gente que hace de la ignorancia insolencia, como el personaje que he descrito en la introducción, individuos que perciben nuestro humilde ejercicio de transmisión de conocimiento (de su intento, al menos) como un insulto, una especie de brusco asalto a su dignidad. Son pocos, pero cabe contar con ellos, y cuentan por lo general con la suficiente solvencia económica (por ejemplo profesiones liberales habituadas a un exactísimo dominio de su ámbito profesional) como para ser clientes de restaurantes con cuidadas cartas de vinos. 

Habitualmente los imagino como la peor pesadilla del sumiller, quien habrá de solventar la tesitura con todas las dosis de sutileza –personal y profesional– de las que pueda hacer acopio. Como rezaba aquel antiguo anuncio de perfumes, “en las distancias cortas es donde una colonia de hombre se la juega”, y es precisamente esa consciencia la que más me lleva a adorar el casi imposible ejercicio profesional que consiste en recomendar a desconocidos cosas que desconocen (o que creen conocer aún desconociéndolas, como cuando piden un determinado vino que conocen más por el precio que por la calidad, o lo ajustado de su expresión a su paladar individual) y las cuales no están dispuestos a intentar conocer de forma voluntaria.

Sinceramente, no necesito que los sumilleres lleven capa (en cualquier caso, si su indumentaria de gala la incluyese resultaría poco menos que grotesco, algo así como batman con catavinos) para que se hayan convertido, sin lugar a dudas, en mis superhéroes favoritos. ¿Qué puede uno recomendar, con semejante prólogo, máxime cuando a la hora de describir el vino, con excepción del color – al que por cierto cada vez somos más indiferentes a no ser como expresión primera de algún tipo de defecto cada vez más ocasional– no se nos permite la filigrana poética? Pues bien poco, la verdad. Y en cualquier caso, cuando el sumiller hace el esfuerzo de explicar un vino determinado, ¿cómo podemos confiar en que se les entienda y no se les vaya a llevar a la hoguera si finalmente el vino no resulta del agrado del consumidor?.

El imperio de los sentidos
Hay suficientes diferencias entre mi profesión y la de sumiller como para escribir un tratado de varios tomos, pero tal vez las más notables son sin duda que en nuestro caso, el de los plumillas, se hacen imprescindibles tanto la redacción de notas de cata como el fijar puntuaciones, mientras que en el caso de la sumillería los asuntos fundamentales son el servicio y la capacidad de maridaje o armonía. Dejo en el tintero asuntos que se dan por sentados, como un adecuado –aún somero– conocimiento de la vid y el vino, las regiones vinícolas del mundo, las distintas elaboraciones, los grandes productores y una bien cimentada memoria sensorial. Siempre me pregunto hasta qué punto a los sumilleres sus clientes les exigen de partida una cierta capacidad descriptiva (lo digo porque las notas de cata apenas constan en las cartas de vinos) y, en caso afirmativo, a qué léxico recurren.

En mi caso (el de mis colegas habrán de explicarlo y defenderlo ellos mismos, así está el patio) trato de seguir una guía simple que tiene su punto de partida en una curiosidad innata por todo lo sensorial, particularmente desde el punto de vista olfativo, que nace casi conmigo en Eskoriatza, un pequeño pueblo de un pequeño valle del interior de Guipúzcoa. Trato siempre de defender la idea de mi origen pueblerino porque creo que aleja mi aproximación a la cata de todo aspecto sibarítico y/o urbanita, además de porque ese entorno me dejó siempre más expuesto a todas las transformaciones naturales del medio, asunto que también la enología moderna trata de defender como propio.

Las manzanas que robaba del huerto del casero, la broza (fundamentalmente agujas de pino caídas, húmedas y mezcladas con tierra) que mi padre me hacía recoger en el monte para usar en el huerto familiar, las especias de la –sucinta pero compleja en aromas– cocina de mi madre extremeña, el río en su curso alto, las tormentas incluso en pleno verano, la maciza caliza de los altos montes que nos separaban de Álava, la lluvia irremitente, el agua de “huevos podridos” del antiguo balneario en el que una infanta española muriera en 1879, el juego de frontón que duraba horas de sudor de niños aspirantes a hombres, las húmedas, duras y dolorosas pelotas de cuero, el olor del caserío en el que comprábamos la leche a granel, el olor del casero, el del establo, las cálidas bostas de los animales, los cántaros de leche, la ropa sucia azul Vergara (municipio por lo demás muy próximo) que mi padre traía de la fundición y que nunca recuperaba el olor original a textil, almidón y añil, las fábricas cerrajeras, las hierbas, las flores, la primavera humedísima, la iglesia local, la hierba fresca, el heno, los helechales, las serrerías entre pinares, la carpintería con los depósitos traseros de serrín y virutas asomados al río, la elevada humedad media, los poco ecológicos coches de comienzos de los 70 (…), todo parecía enderezar mi vocación al uso y hasta el abuso del olfato, a educarme en lo esencial, en la belleza en muchas ocasiones escatología de lo natural, en cosas que a la larga están, aun invisiblemente, en todo vino, y curiosa y particularmente –al menos en mayor grado– en los mejores.

Jugar a catar
A los talleres a los que he hecho referencia arriba en el texto trato de llevar un variado catálogo de productos que funcionan a modo de referencia, de gancho sensorial para los presentes, una artillería elemental que va desde las uvas frescas y pasas, todo tipo de frutas (ácidas, dulces, cítricas, silvestres, de hueso –blancas y rojas–, tropicales, escarchadas, frutos secos, bayas de gojí), confituras, gominolas, hierbas (alimonadas, anisadas, balsámicas –mentoladas–), regaliz negro, palodulce, incienso, trozos de madera, levadura de pan, champiñones, especias (jengibre, clavo, pimentón, vainilla, azafrán, cominos, semillas de cilantro, etc.), incluso alguna verdura (hinojo, que recuerda al eneldo con cierta carnosidad verdiblanca, como er Betis), y hasta en ocasiones aceitunas en salmuera, que además de socorrer el hambre de los presentes me ayudan a explicar el carácter de ciertos finos y manzanillas (también ocasionalmente el de algún albariño de larga crianza en sus lías).

El plato estrella de ese peculiar “centro de mesa” que construyo a modo de báculo o apoyo sensorial para los presentes es un trozo de pizarra de los Montes de Málaga que uso como traca final para explicar un concepto tan novedoso como dificultoso, el de la mineralidad. Hago a todos los presentes oler la piedra, que apenas apunta aroma alguno, después la mojo y…¡albricias!, todo lo telúrico explota cual obús, se adentra en la nariz y despierta con potencia en las pituitarias del alumnado esa sensación un poco desabrida e indócil, como de “pala usada de enterrador”, o tal vez sólo de como cuando uno cayese de la bici, la moto o el caballo y mordiera, literalmente, el polvo.

La piedra de Pepe Hidalgo
Y hablando de tierra, mi bien amado (lo digo sinceramente, y él lo sabe) José Hidalgo Togores, hijo de otro Hidalgo insigne y padre asimismo de otro que camina por la misma senda (¡pandillita de hijodalgos, digo!), en el último número de Planeta Vino (Nº 38) va y hace de este mi pequeño circo sensorial un precario espectáculo declarando puro mito el concepto de mineralidad: “(…) la mineralidad en los vinos no existe. Así de simple y rotundo.”, escribe. José Hidalgo no es el tipo de persona que tira la piedra (sic) y esconde la mano, al contrario, siempre un caballero, nos da toda una lección de sutileza y ejemplar comunicación de su vasto conocimiento de la forma más didáctica y humilde posible. Nos habla de fisiología vegetal y del modo en que las raíces no son capaces de absorber los supuestos aromas o sustancias sápidas que críticos y aficionados citan como mineralidad cuando se refieren a la expresión aromática del suelo o medio de cultivo.

No queda más remedio que aceptar su bien fundamentada argumentación, pero insisto en que a un altísimo porcentaje de mis alumnos se les iluminó el entendimiento piedra mojada en mano, y captaron inmediatamente las semejanzas entre ésta y valores perceptibles, por ejemplo, en algunas mencías bercianas. Y –sinceramente– los expertos también debemos escuchar las apreciaciones de los sólo iniciados, ya que pueden esconder verdades que nuestra experiencia en ocasiones es incapaz de detectar, o ha olvidado enteramente en el laberinto de su propio regocijo profesional.

Sentido y sensibilidad
Hay un argumento que vengo empleando desde hace años para tratar de deshacer el raro entuerto al que nos encamina la necesidad de conciliar los extremos de lo científico y lo sensorial. A los catadores, seres primordialmente afectos a los sentidos, parece entorpecernos el juicio un excesivo abundamiento en los aspectos técnicos del vino.

Para explicarlo, suelo recurrir a una metáfora manufacturera, textil y muy nacional, la del tapiz: enólogos y críticos excesivamente aventajados en la técnica ven el vino como el que mira un tapiz del envés, y en esa atención a la imposible trama de hilos de colores parecen perder de vista la bondad artística de la tela, que la inteligencia capta de frente y con el solo intermedio de los sentidos. Y es que nos ha de dar un poco igual que un vino macere pelicularmente, tenga más o menos sulfuroso, o cualquier otra farfulla técnica al uso, siempre que nos huela y sepa bien y revele un buen equilibrio de los distintos elementos que lo conforman. Así de sencillo, a la par que infinito.

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